miércoles, 8 de agosto de 2012

Raymond Carver (1938 - 1988) Estados Unidos

Nadie decía nada

      Los oía hablar en la cocina. No podía oír lo que decían, pero estaban discutiendo. Luego se callaron y ella empezó a llorar. Le di un codazo a George. Pensé que si se despertaba y les decía algo a lo mejor se sentían culpables y paraban. Pero George es tan estúpido... Se puso a dar patadas y a chillar.
      – Deja de pincharme, bastardo –dijo–. ¡Me voy a chivar!
     – Tonto de mierda –dije–. ¿Es que nunca te enteras de nada? Están regañando y mamá se ha puesto a llorar. Escucha.
      George escuchó con la cabeza fuera de la almohada. 
    – Me tiene sin cuidado –dijo, y se volvió hacia la pared y siguió durmiendo. George es un estúpido de campeonato.
      Luego oí que papá se iba a tomar el autobús. Salió dando un portazo. Mamá me había dicho que papá quería deshacer la familia. Pero yo no había querido seguir escuchando. 
      Al rato mamá vino a llamarnos para ir al colegio. Su voz sonaba extraña..., no sé. Le dije que tenía dolor de estómago. Era la primera semana de octubre y aún no había faltado un solo día a clase, así que ¿qué podía decirme? Me miró, pero como si estuviera pensando en otra cosa. George estaba despierto, y escuchaba. Yo sabía que estaba despierto por la forma de moverse en la cama. Esperaba a ver lo que pasaba para jugar luego sus cartas. 
      – De acuerdo –dijo mamá, y meneó la cabeza–. No sé, la verdad. Quédate en casa, pues. Pero nada de televisión, no lo olvides. 
      George se incorporó.
    – Yo también estoy enfermo –le dijo a mamá–. Me duele la cabeza. Este ha estado pinchándome y dándome patadas toda la noche. No he podido pegar un ojo.
      – ¡Basta! –dijo mamá–. ¡Vas a ir al colegio, George! No vas a quedarte regañando con tu hermano todo el santo día. Levántate y vístete. Lo digo en serio. No estoy para más peleas esta mañana. 
      George esperó a que mamá saliera del cuarto. Se deslizó hasta el suelo por el pie de la cama.
      – Bastardo –dijo, y me arrancó las mantas de un tirón. Corrió a refugiarse dentro del baño.
      – Te voy  a matar –dije yo, pero no tan alto como para que mamá pudiera oírme. 
     Me quedé en la cama hasta que George se fue al colegio. Cuando mamá empezó a prepararse para ir al trabajo, le pregunté si podía hacerme la cama en el sofá. Le dije que quería estudiar. En la mesita de la sala tenía los libros de Edgar Rice Burroughs que me había regalado por mi cumpleaños. Y el libro de Sociales. Pero no me apetecía leer. Lo que quería es que se marchara para poder ver la televisión. 

       Accionó la cisterna del water.
     No pude esperar más. Encendí el televisor, pero sin volumen. Fui a la cocina, donde mamá había dejado el paquete de cigarrillos, y le cogí tres. Los metí en la alacena y volví al sofá y me puse a leer La princesa de Marte. Al salir del baño mamá echó una ojeada al televisor encendido, pero no dijo nada. Yo tenía el libro abierto. Se dio unos toques en el pelo delante del espejo y luego entró en la cocina. Cuando salió volví  a poner los ojos en el libro. 
      – Llego tarde. Adiós, cariño. –No iba a sacar a relucir el tema de la tele. La noche anterior había dicho que ya no sabía lo que era ir al trabajo sin que le “pusieran los nervios de punta”.
      – No te hagas nada de comida. No tienes que encender la cocina para nada. Si tienes hambre, hay atún en la nevera. –Me miró–. Pero si estás mal del estómago, no creo que debas comer nada. Bueno, de todas formas no enciendas para nada la cocina. ¿Me oyes? Te tomas esa medicina, cariño, y a ver si esta noche tienes mejor el estómago. Puede que esta noche ya estemos todos mejor. 
    Estaba de pie en la puerta, con la mano en el tirador. Parecía como si quisiera añadir algo. Se había puesto la blusa blanca, el cinturón negro y ancho y la falda negra. Unas veces lo llamaba su conjunto, otras su uniforme. Hasta donde yo podía recordar, siempre lo tenía en una percha del armario o colgado en el tendedero o lo lavaba a mano por la noche o lo planchaba en la cocina.
      Mamá trabajaba de miércoles a domingo. 
      – Adiós, mamá.
    Esperé hasta que puso el coche en marcha y calentó un poco el motor. Escuché cómo se apartaba de la acera. Luego me levanté y subí el volumen de la tele y fui a agarrar los cigarrillos. Me fumé uno y me hice una paja mientras veía una serie de médicos y enfermeras. Luego cambié al otro canal. Luego apagué la tele. No tenía ganas de seguir viéndola.

      Acabé el capítulo en que Tars Tarkas se enamora de una mujer verde, y a la mañana siguiente se encuentra con que el cuñado celoso le ha cortado la cabeza. Era como la quinta vez que lo leía. Luego fui al cuarto de mis padres y anduve curioseando un poco. No buscaba nada en especial, o a lo mejor buscaba otra vez condones, pero el caso es que por mucho que había registrado nunca había encontrado ninguno. Una vez encontré un tarro de vaselina al fondo del cajón. Sabía que algo tenía que ver con el asunto, pero no sabía qué. Examiné la etiqueta para ver si me daba alguna pista, si decía lo que la gente hacía, o cómo se ponía la vaselina, ese tipo de cosas. Pero no decía nada. Vaselina pura, eso era todo lo que ponía en la etiqueta de adelante: pero con leerlo bastaba para que se pusiera tiesa. Ideal para guarderías, decía en la parte de atrás. Traté de buscar la relación entre una guardería –con sus columpios y toboganes, sus cajones de arena y sus parques– y lo que se traían los adultos en la cama. Había abierto el tarro montones de veces, y había olido el contenido e intentado calcular cuánto se había usado desde la última vez. Así que ahora pasé por alto la vaselina. Me refiero a que no hice más que comprobar que seguía en su sitio. Registré unos cuantos cajones, pero sin idea de encontrar nada concreto. Miré debajo de la cama. No había nada en ninguna parte. Miré en el frasco del armario donde guardaban el dinero para el supermercado. No había nada de cambio; sólo un billete de cinco y otro de uno. Si cogía algo se darían cuenta. Al final pensé que sería mejor que me vistiera y fuera andando hasta Birch Creek. La temporada de la trucha seguiría abierta aún otra semana, aunque ya había dejado de pescar casi todo el mundo. Ahora todos esperaban cruzados de brazos a que abrieran la veda del ciervo y del faisán. 
       Saqué mi ropa vieja. Me puse unos calcetines de lana sobre los normales y me até sin prisa los cordones de las botas. Me preparé un par de emparedados de atún y unas cuantas galletas de dos pisos de mantequilla de cacahuate. Llené la cantimplora y me la acoplé junto con el cuchillo de caza al cinturón. Al salir por la puerta decidí dejar una nota. Escribí: “Me encuentro mejor, me voy a Birch Creek. Volveré pronto. A eso de las tres y cuarto”. Tenía unas cuatro horas. Estaría de vuelta un cuarto de hora antes de que George volviera del colegio. Antes de salir me comí uno de los emparedados de atún y me bebí un vaso de leche. 

      Hacía buen tiempo. Era otoño, pero todavía no hacía frío más que por la noche. Por la noche encendían los potes del humo en los huertos, y a la mañana te despertabas con un aro de hollín en las narices. Pero nadie decía nada. Decían que el humo impedía que se helaran las peras tiernas, así que había que hacerlo. 
      Para ir a Birch Creek hay que llegar hasta el cruce de nuestra calle con la Avenida Dieciséis. En la Dieciséis tuerces a la izquierda y subes a la colina, pasas por el cementerio y bajas a Lennox, donde está ese restaurante chino. Desde el cruce aquél se ve el aeropuerto; y Birch Creek está más abajo, detrás del aeropuerto. En el cruce, la Dieciséis se convierte en View Road. Sigues View Road un rato y llegas al puente. Hay huertos a derecha e izquierda de la carretera. A veces, al pasar por los huertos, se ve a los faisanes corriendo por las hileras, pero allí no se puede cazar porque corres el riesgo de que un griego llamado Matsos te pegue un tiro. Entre una cosa y otra, calculo que se tardará en llegar tres cuartos de hora o algo menos. 
      Había recorrido ya la mitad de la Dieciséis cuando una mujer que iba en un coche rojo se arrimó al arcén y se paró un poco más adelante. Bajó la ventanilla del asiento de la derecha y me preguntó si me acercaba a alguna parte. Era delgada y tenía unos granitos alrededor de la boca. Llevaba rulos en el pelo. Pero no estaba mal. Debajo del jersey castaño tenía unas buenas tetas.     
      – ¿Qué, haciendo novillos?
      – Eso parece. 
      – ¿Quieres que te lleve?
      Asentí con la cabeza. 
      – Sube. Tengo algo de prisa. 
     Puse la caña de mosca y la canasta en el asiento trasero. Había muchas bolsas de comestibles de Mel´s en el suelo y encima del asiento. Traté de pensar en algo que decir. 
    – Voy a pescar –dije. Me quité la gorra, levanté la cantimplora hacia un lado para poder sentarme y me acomodé junto a la ventanilla. 
      – Jamás lo habría adivinado –dijo la mujer, riendo. Se apartó del arcén y volvió a la calzada–. ¿Adónde vas? ¿A Birch Creek?
     Volví a asentir. Miré mi gorra. Me la había comprado mi tío cuando se fue a Seattle a ver un partido de hockey. No se me ocurría nada más que decir. Miré por la ventanilla y ahuequé los carrillos. Uno siempre se imagina que le coge en su coche ese tipo de mujer. Que vais a volveros locos el uno por el otro y que te va a llevar a su casa y que te va a dejar que la jodas por todos los rincones de la casa. Al pensarlo se me empezó a poner dura. Me puse la gorra encima de los muslos y traté de pensar en el béisbol.
      – Siempre me digo que cualquier día me voy a decidir a pescar –dijo la mujer–. Dicen que es muy relajante. Soy muy nerviosa. 
      Abrí los ojos. Estábamos en el cruce. Quise decir: ¿Tiene de verdad cosas que hacer? ¿No quiere empezar esta misma mañana? Pero me daba miedo mirarla. 
      – ¿Te viene bien aquí? Ahora tengo que torcer. Siento tener prisa esta mañana –dijo la mujer. 
     – Sí, muy bien. Perfecto. –Saqué mis cosas. Me puse la gorra, y luego me la quité para decir–: Adiós. Gracias. Quizás el verano que viene... –No pude terminar.
     – ¿A lo de pescar, te refieres? Claro, seguro. –Me envió un gesto con dos dedos, de esos que hacen las mujeres. 
     Eché a andar y me puse a pensar en lo que hubiera debido decirle. Se me ocurrían montones de cosas. ¿Qué diablos me había pasado? Corté el aire con la caña y chillé dos o tres veces. Lo que tenía que hacer para poner en marcha la cosa era preguntarle si podíamos comer juntos. En mi casa no había nadie. De pronto estamos en mi cuarto, bajo las mantas. Me pregunta si se puede dejar puesto el suéter, y yo le digo que sí, que no me importa. También se deja las bragas. Está bien, digo yo. No me importa. 
      Un aguzanieves pasó muy bajo, sobre mi cabeza, y fue a posarse en el suelo. Yo estaba a pocos metros del puente. Oía correr el agua. Bajé corriendo por el terraplén, me bajé la cremallera y lancé una meada que llegó a casi dos metros de la orilla del arroyo. Segura que era un récord. Pasé un rato comiéndome el otro emparedado y las galletas con mantequilla de cacahuete. Me bebí la mitad del agua de la cantimplora. Y me dispuse a pescar. 

       Me puse a pensar por dónde empezaba. Llevaba pescando allí tres años, desde que nos mudamos a aquella zona. Papá solía llevarnos a George y a mí en el coche, y se quedaba esperando, fumando y poniéndonos otros aparejos si se nos enganchaban los que llevábamos. Siempre empezábamos en el puente, y luego íbamos más abajo y siempre pescábamos algo. Había veces, a principio de temporada, en que pescábamos mucho. Preparé el aparejo e hice unas cuantas lanzadas desde abajo del puente. 
       De cuando en cuando el anzuelo iba a parar junto a la orilla o detrás de una piedra grande. Había un sitio donde el agua estaba quieta y el fondo lleno de hojas amarillas, y al mirar vi unos cuantos cangrejos que se movían con sus grandes y feas pinzas levantadas. Tiré un palo, y un faisán se alzó alborotado y se alejó unos tres metros, y casi me hizo soltar la caña.
       El arroyo era de caudal lento y no muy ancho. Podía cruzarlo por casi todas partes sin que el agua me llegara por encima de las botas. Atravesé unos pastos llenos de pisadas de gran tubería. Sabía que debajo de la tubería había un pequeño hoyo, así que tuve cuidado. Cuando estuve lo bastante cerca para lanzar el sedal me puse de rodillas. En cuanto el hilo tocó el agua, picaron, pero no logré pescarlo. Noté cómo se escapaba con el cebo. Luego el sedal, ya flojo, empezó a retorcerse en el agua. Puse otra hueva de salmón en el anzuelo, y lo intenté varias veces más. Pero ya sabía que tenía gafe. 
     Subí por el terraplén de la orilla y pasé por debajo de una cerca cuyo póster ponía PROHIBIDO EL PASO. Una de las pistas del aeropuerto empezaba en aquel punto. Me paré a mirar unas flores que crecían entre las grietas de la calzada. 
     Se veía dónde los neumáticos habían arañado el asfalto, dejando aceitosas marcas de patinazos junto a las flores. Volví a entrar en el arroyo al otro lado, y pesqué un rato corriente abajo hasta que llegué al hoyo. Pensé que eso era todo lo lejos que debía aventurarme. La primera vez que estuve allí, hacía tres años, el agua retumbaba y llegaba hasta el borde de los terraplenes de la orilla. Y pasaba tan rápida que no pude pescar. Ahora el agua corría a unos dos metros por debajo de los bordes. Burbujeaba y brincaba por la pequeña pendiente que iba a dar al pozo, en el que apenas podía verse el fondo. Un poco más abajo, el fondo ascendía hasta hacerse otra vez poco profundo, como si nada hubiera pasado. La última vez que había estado allí pesqué dos piezas de unos veinticinco centímetros, y por poco atrapo uno el doble de grande. Una trucha arco iris de verano, dijo papá cuando se lo conté. Dijo que suben durante la temporada de máximo caudal, a principios de la primavera, pero que la mayoría de ellas vuelve al río antes de que el caudal baje de nuevo.
      Puse un par de plomos más en el sedal y los apreté con los dientes. Luego puse otra hueva de salmón y lancé el sedal hacia donde el agua caía al pozo después de un brusco declive. Dejé que la corriente se llevara hacia dentro el cebo. Noté cómo los plomos martilleaban contra las piedras: un golpecito distinto de cuando están picando. Luego el final del hilo se tensó y la corriente y la corriente se llevó el cebo hasta el otro extremo del pozo, donde volví a verlo casi flotando.
      Me sentaba fatal el haber ido hasta allí para nada. Saqué todo el sedal y volví a lanzarlo. Dejé la caña sobre una rama y encendí el penúltimo cigarrillo. Me puse a mirar el valle y empecé a pensar en la mujer. Ibamos hacia su casa porque quería que le ayudara a llevar las bolsas del supermercado. Su marido estaba en el extranjero. La toqué y se puso a temblar. Estábamos besándonos en el sofá, y nos dábamos la lengua, y entonces ella se disculpó y dijo que tenía que ir al baño. La seguí. Vi que se bajaba las bragas y se sentaba en la taza. Yo la tenía bien tiesa, y ella me mandó un saludo con la mano. Justo cuando iba a bajarme la cremallera, oí como un chapoteo en el arroyo. Miré y vi que la punta de la caña se estaba moviendo. 

     No era muy grande ni muy luchador. Pero lo dejé cansarse todo lo que pude. Se quedó de costado y quieto entre la corriente. No supe qué pez era. Tenía un aspecto extraño. Tensé el sedal, levanté la caña y lo saqué a la orilla sobre la hierba, y allí se quedó, meneándose. Era una trucha. Pero era verde. No había visto una igual en mi vida. Tenía los lomos verdes, con manchas negras de trucha, cabeza verdosa y vientre también como verdoso. De color de musgo, de ese tono de verde. Era como si llevara mucho tiempo envuelta en musgo, y se le hubiera pegado ese color por todo el cuerpo. Era gorda, y me extrañaba que no hubiera peleado más. Me pregunté si no le pasaría algo. La seguí mirando un rato más, y luego la maté. 
       Arranqué un poco de hierba, que metí en la cesta, y puse la trucha encima.
     Volví a lanzar el sedal unas cuantas veces, entonces calculé que serían ya las dos o las tres. Pensé que sería mejor volver al puente. Podría pescar un rato desde el puente antes de irme a mi casa. Y decidí no volver a pensar en la mujer hasta la noche. Pero entonces, pensando en la erección que tendría por la noche, se me puso otra vez dura. Pensé que sería mejor dejar de hacerlo tan a menudo. Hacía como un mes, un sábado, en cuanto se fueron todos, cogí la Biblia y prometí y juré no volver a hacérmelas. Pero lo de la Biblia me dio nuevas energías, y las promesas y juramentos duraron uno o dos días, hasta que me quedé otra vez solo. 

      En el camino de vuelta no me paré a pescar en ninguna parte. Cuando llegué al puente vi una bicicleta en la hierba. Miré por allí y vi a un chico como de la altura de George que iba corriendo junto a la orilla. Eché a andar en dirección a él. Entonces se dio la vuelta y vino hacia mí, mirando hacia el agua. 
       – ¡Eh! ¿Qué hay? –grité–. ¿Qué pasa?
      Creo que no me oyó. Vi su caña y su bolsa de pesca en el terraplén de la orilla, y dejé mis cosas en el suelo. Corrí hacia donde estaba. Era como una rata o algo así. O sea, tenía dientes de conejo y los brazos delgadísimos y una camisa raída de manga larga que le quedaba pequeña. 
      – ¡Dios, te juro que es el pez más grande que he visto en mi vida! –me gritó–. ¡Corre! ¡Mira! ¡Mira esto! ¡Ahí está!
      Miré hacia donde apuntaba y el corazón me dio un vuelco.
      Era del tamaño de mi brazo.
      – ¡Dios! ¡Pero míralo! –dijo el chico.
      Seguí mirando. Estaba quieto en una sombra, bajo una rama que sobresalía del agua.
      – ¡Santo Dios! –dije, dirigiéndome al pez–. ¿De dónde vienes?
      – ¿Qué hacemos? –dijo el chico–. Ojalá tuviese mi escopeta.
      – Vamos a pescarlo –dije–. ¡Dios, míralo! Le haremos pasar por un trecho poco hondo.
      – ¿Vas a ayudarme, entonces? ¡Lo haremos entre los dos! –dijo el chico.
     El gran pez se había desplazado un poco corriente abajo, y se quedó allí aleteando con suavidad en el agua clara.
      – Muy bien, ¿qué hacemos? –dijo el chico.
     – Yo puedo ir un poco más arriba y luego bajo por el arroyo para que empiece a moverse –dije–. Tú esperas en el trecho poco hondo, y cuando intente pasar te lías a patadas y le das un susto del demonio. Arréglatelas para llevarlo hasta la orilla. Como puedas. Y entonces lo agarras bien y me esperas.
      – De acuerdo. ¡Mierda, mírale! ¡Mira, se va! ¿Adónde va? –gritó el chico.
      Lo vi avanzar otra vez corriente arriba y pararse cerca de la orilla.
      – No va a ninguna parte. No tiene adónde ir. ¿Lo ves? Está cagado de miedo. Sabe que estamos aquí. Lo que hace es ir despacio de un lado a otro a ver por dónde tira. Mira, se ha parado otra vez. No puede ir a ninguna parte. Y lo sabe. Sabe que vamos a echarle mano. Sabe que lo tiene crudo. Voy un poco más arriba y lo asusto para que vaya un poco más abajo. Y tú lo atrapas cuando pase por allí.
      – Ojalá tuviera la escopeta –dijo el chico–. Se iba a enterar.
    Subí un trecho y empecé a bajar chapoteando por el centro del arroyo. Iba mirando hacia adelante. De pronto el pez se apartó como un rayo de la orilla, torció hacia la derecha, frente a mí, haciendo un gran remolino turbio, y salió disparando arroyo abajo.
      – ¡Ahí va! –grité–. ¡Eh, eh, que baja! –Pero el pez se dio media vuelta antes de llegar al trecho poco hondo, y enfiló otra vez hacia arriba. Chapoteé y grité, y él volvió a darse la vuelta–. ¡Ahí va! ¡Atrápalo, atrápalo! ¡Va hacia abajo!
     Pero el muy imbécil se había buscado un palo, el tonto del culo, y cuando el pez llegó al trecho, el chico se lanzó hacia él con el palo en lugar de tratar de llevar al hijo de perra hasta la orilla, como tendría que haber hecho. El pez viró, enloquecido, y pasó como un rayo por el agua poco profunda. Y el chico tuvo que hacerlo. El tonto del culo se abalanzó sobre él y cayó de bruces.
      Se arrastró hasta la orilla chorreando.
      – ¡Le he dado! –gritó el chico–. Creo que está herido. Lo he llegado a tocar, pero no he podido agarrarlo.
     – ¡No has hecho nada de nada! –Me faltaba el aliento. Me alegraba de que el chico se hubiera caído–. Ni te has acercado siquiera, imbécil. ¿Qué diablos hacías con ese palo? Tenías que haberlo llevado a puntapiés hasta la orilla. Ahora seguramente está a más de un kilómetro. –Traté de escupir. Sacudí la cabeza–. No sé. Aún no lo hemos atrapado. Puede que no lo atrapemos –dije.
     – ¡Maldita sea! ¡Sí le he dado! –gritó el chico–. ¿No lo has visto? Que sí, y lo he tocado con mis propias manos. ¿A qué distancia estabas? Además, ¿de quién es el pez? –Me miraba. El agua le caía por los pantalones, encima de los zapatos.
      No dije nada más, pero me quedé pensando en lo que había dicho. Me encogí de hombros.
      – Bien, de acuerdo. Creí que era de los dos. Esta vez vamos a agarrarlo. Nada de fallos, ni tú ni yo –dije.
     Bajamos chapoteando por el arroyo. Yo tenía agua dentro de las botas pero el chico estaba empapado hasta el cuello. Se mordía el labio con sus dientes de conejo para que no le castañetearan.
      El pez no estaba más abajo del trecho poco profundo, ni tampoco en el siguiente tramo. Nos miramos el uno al otro, y empezamos a temernos que hubiera llegado a uno de los pozos hondos. Pero entonces el condenado se revolvió muy cerca de la orilla; hizo saltar barro dentro del agua con la cola, y salió otra vez disparado. Atravesó otro trecho poco profundo, con la enorme cola sobresaliéndole del agua. Lo vi avanzar despacio hasta cerca de la orilla y detenerse, con media cola fuera del agua, aleteando justo lo necesario para que no lo arrastrara la corriente.
      – ¿Lo ves? –dije. El chico miró. Le cogí el brazo y señalé con su dedo–. Allí mismo. Bueno, ahora escucha. Voy a ir hasta ese pequeño tramo que hay entre aquellas orillas. ¿Ves dónde digo? Tú espera aquí hasta que te haga una señal. Y entonces empiezas a bajar. ¿De acuerdo? Y esta vez no le dejes pasar si se da la vuelta, ¿de acuerdo?
      – Sí –dijo el chico, y volvió a morderse el labio con aquellos dientes–. Esta vez lo atraparemos –dijo, con cara de estar muriéndose de frío.
     Subí por la pendiente de la orilla y fui bajando, con mucho cuidado de no hacer ruido. Luego dejé la orilla y me metí otra vez en el agua. Seguí bajando, pero no veía al gran hijo de perra y el corazón me dio un brinco. Temí que se hubiera largado ya. Un poco más allá, corriente abajo, y el condenado llegaría a uno de los pozos hondos y ya no podríamos atraparlo.
      – ¿Sigue allí? –grité. Contuve la respiración.
      El chico me hizo una seña con la mano.
      – ¡Preparado! –volví a gritar.
      – ¡Ahí va! –me gritó el chico.
      Me temblaban las manos. El arroyo tenía como un metro de ancho y corría entre las orillas de tierra. El agua era poco profunda pero rápida. El chico bajaba por el centro del arroyo, con el agua hasta las rodillas, tirando piedras hacia el frente, gritando y chapoteando.
       – ¡Ahí va! –gritó. Agitó los brazos. Y entonces vi al pez: venía derecho hacia mí. Cuando me vio trató de dar la vuelta, pero era demasiado tarde. Me puse de rodillas tratando de agarrarlo dentro del agua fría. Logré atraparlo con manos y brazos y tiré hacia arriba para arrojarlo fuera del agua, y los dos caímos sobre la orilla. Lo apreté contra la camisa, y él no paraba de retorcerse y de colear, pero conseguí deslizar las manos por sus escurridizos lomos y llegarle a las agallas. Le metí los dedos por la hendidura, hasta llegar a la boca, y cerré la presa al otro lado de la mandíbula. Sabía que era mío. Seguía coleando y me costaba sujetarlo, pero ya era mío y no iba a soltarlo.
      – ¡Lo atrapamos! –gritó el chico al acercarse chapoteando–. ¡Lo atrapamos, santo Dios! ¡Vaya pieza! ¡Míralo! Dios mío, déjame agarrarlo –gritaba el chico.
      – Primero lo tenemos que matar –dije yo. Le pasé la otra mano por el cuello. Le tiré la cabeza hacia atrás todo lo que pude, vigilándole los dientes, y sentí el sordo crujido. Le recorrió un largo y lento temblor y se quedó quieto. Lo dejé sobre la orilla, y lo miramos. Medía como mínimo sesenta centímetros de largo. Curiosamente era muy flaco, pero más grande que cualquiera de los peces que yo había pescado en toda mi vida. Volví a agarrarlo por las mandíbulas.
     – Eh –dijo el chico, pero dejó de hablar cuando vio lo que me disponía a hacer. Lo limpié de sangre en el agua y volví a dejarlo en la orilla.
      – Me muero de ganas de enseñárselo a mi padre –dijo el chico.
      Estábamos empapados y tiritando. Seguimos mirándolo, tocándolo. Le abrimos la enorme boca y   tocamos las filas de los dientes. Tenía los lomos llenos de cicatrices, ronchas blanquecinas del tamaño de monedas de a cuarto, y como hinchadas. En la cabeza alrededor de los ojos tenía cortes, y también en el morro, seguramente por los golpes contra las rocas y las peleas con otros peces. Pero era muy delgado, demasiado delgado para su largura, y apenas se podía ver la franja rosada de los lomos, y tenía el vientre gris y flojo en lugar de blanco y duro. Pero me parecía estupendo.
      – Creo que me tendré que ir enseguida –dije. Miré las nubes sobre las colinas, donde el sol ya se estaba poniendo–. Será mejor que me vaya a casa.
      – Sí. Y yo. Estoy helado –dijo el chico–. Eh, déjame llevarlo –dijo.
      – Vamos a agarrar un palo. Se lo ponemos de lado a lado de la boca y podemos llevarlo los dos –dije.
     El chico encontró un palo. Se lo atravesamos por las agallas. Empujamos el pez hasta que quedó en el centro. Luego cogimos una punta cada uno y echamos a andar de vuelta a casa con el pez balanceándose en el palo.
      – ¿Qué vamos a hacer con él? –dijo el chico.
      – No sé –dije yo–. Creo que lo atrapé yo –dije.
      – Lo hicimos entre los dos. Además, yo lo vi primero.
      – Eso sí –dije–. Bien, ¿quieres que lo echemos a cara o cruz, o qué?
    Me tenté el bolsillo con la mano libre, pero no tenía ni un centavo. ¿Y además, qué habría hecho en caso de perder?
      Pero el chico dijo:
      – No, a cara o cruz, no.
     Dije: – Muy bien. Por mí perfecto.
     Miré al chico. Tenía el pelo en punta, los labios como grises. En caso de llegar a las manos, yo le podía. Pero no tenía ganas de pelea.
    Llegamos a donde habíamos dejado las cosas, y cada uno recogió lo suyo con una mano, sin soltar en  ningún momento su extremo del palo. Luego subimos hasta donde estaba la bicicleta. Agarré con fuerza el palo por si el chico intentaba algo. 
      Entonces tuve una idea.
       – Podríamos partirlo –dije.
    – ¿Qué quieres decir? –dijo el chico. Otra vez le castañeteaban los dientes. Noté cómo él también agarraba con fuerza su extremo del palo.
     – Cortarlo por la mitad. Tengo un cuchillo. Lo cortamos por la mitad y nos llevamos una mitad cada uno. No sé, pero podríamos hacer eso, ¿eh?
       Se tiró de un mechón de pelos y miró el pez.
       – ¿Y vas a hacerlo con ese cuchillo?
       – ¿Tienes tú uno? –dije.
      El chico negó con la cabeza.
      – Muy bien dije.
     Solté el palo. Dejé el pez encima de la hierba, junto a la bicicleta del chico. Saqué el cuchillo. Un avión rodó por la pista mientras yo calculaba una línea sobre el lomo.
      – ¿Aquí mismo? –dije. El chico asintió con la cabeza. El avión siguió rodando con estruendo y se alzó por encima de nuestras cabezas.
     Empecé a cortar el pez. Al llegar a la entraña le di la vuelta y le saqué todas las tripas. Seguí cortando hasta que entre las dos mitades quedó sólo un colgajo de piel de la panza. Cogí las dos mitades con las manos y tiré de ellas hasta desgarrar el colgajo.
      Le ofrecí al chico la mitad de la cola.
      – No –dijo, meneando la cabeza–. Quiero la otra.
      Yo dije: 
      – ¡Son iguales! Maldita sea, míralas. Me voy a poner furioso de un momento a otro.
      – No me importa –dijo el chico–. Si son iguales, me llevo ésa. Son iguales, ¿no es eso?
      – Sí, son iguales –dije–. Pero me voy a quedar yo con ella. El pez lo he cortado yo.
      – La quiero yo –dijo el chico–. Yo lo vi primero.
      – ¿Y con qué cuchillo lo hemos cortado? –dije yo.
      – No quiero la cola –dijo el chico¬.
    Miré a mi alrededor. No había coches en la carretera, no se veía a nadie pescando. Se oía el ronroneo de un avión. El sol se estaba poniendo. Estaba muerto de frío. El chico tiritaba como un demonio, y seguía esperando.
      – Tengo una idea –dije. Abrí la cesta de la pesca y le enseñé la trucha–. ¿La ves? Es una trucha verde. Es la única trucha verde que he visto en mi vida. Así que si uno se lleva la cabeza el otro se lleva la cola y la trucha verde. ¿Te parece?
     El chico miró la trucha, la sacó de la cesta y la sostuvo en la mano. Estudió las dos mitades del pez.
    – Sí, creo que sí –dijo–. De acuerdo, creo que está bien. Llévate esa mitad. Lo mío tiene más carne.
     – No me importa –dije–. Voy a lavar mi parte. ¿Por dónde vives? –dije.
    – En Arthur Avenue. –Metió la trucha verde y su mitad del pez en una bolsa de lona sucia–. ¿Por qué?
     – ¿Dónde queda eso? ¿Está cerca de ese parque donde juegan al fútbol? –dije.
     – Sí, pero pregunto que por qué –dijo. Parecí asustado.
    –Vivo cerca de allí –dije–. Pensaba que podrías llevarme en el manillar. Podemos pedalear por turnos. Tengo un cigarrillo, y nos lo podemos fumar si no se ha mojado.
     Pero el chico se limitó a decir:
     – Estoy helado.
   Lavé en el arroyo mi mitad. Le sumergí en el agua la enorme cabeza y le abrí la boca. La corriente le entraba por la boca y le salía por el otro extremo de lo que quedaba de él.
     – Estoy helado –dijo el chico.

      Vi a George en su bici en el fondo de la calle. Él no me vio. Rodeé la casa hasta la parte de atrás para quitarme las botas. Me descolgué la cesta para tenerla lista cuando quisiera levantar la tapa, y me dispuse a entrar a casa sonriendo de oreja a oreja.
      Oí sus voces y miré por la ventana. Estaban sentados a la mesa. La cocina estaba llena de humo y vi que salía de un cazo que estaba sobre uno de los fuegos. Pero a ninguno de los dos parecía importarles un bledo.
       – Lo que te digo es tan cierto como el evangelio –dijo él–. ¿Qué saben los niños? Ya lo verás.
      Ella dijo:
      – No voy a ver nada de nada. Si pensara eso preferiría verlos muertos.
      Él dijo:
      – ¿Pero qué diablos te pasa? ¡Ten cuidado con lo que dices!
      Ella se echó a llorar. Él aplastó el cigarrillo contra el cenicero y se levantó.
      – Edna, ¿no ves que el cazo se está quemando? –dijo.
     Ella miró hacia el cazo. Echó la silla hacia atrás y cogió el cazo por el mango y lo lanzó contra la pared de encima de la pila.
     Él dijo:
     – ¿Pero es que te has vuelto loca? ¡Mira lo que has hecho! –Cogió un trapo de cocina y se puso a limpiar lo que había dentro del cazo.
     Abrí la puerta trasera. Me puse a sonreír. Dije:
    – No vais a creer lo que he pescado en Birch Creek. Mirad. Mirad aquí dentro. Mirad esto. Mirad lo que he pescado.
     Me temblaban las piernas. Apenas me tenía en pie. Le acerqué la cesta a ella.
     – ¡Oh, santo Dios! ¿Qué es eso? –dijo cuando por fin se avino a mirar–. ¡Una serpiente! ¿Qué es? Por favor, por favor quita eso de ahí antes de que me haga vomitar.
      – ¡Saca eso de aquí! –gritó él.
     Dije:
      – Pero mira, papá. Mira lo que es.
      – No quiero mirar –dijo él.
      Yo dije:
     – Es una trucha arco iris gigante de Birch Creek. Una de esas de verano. ¡Mira! A que es fantástica. ¡Es un monstruo! ¡Tuve que perseguirla arroyo abajo y arriba como un loco! –Mi voz era la de un chiflado. Pero no podía parar–. Y había otra –seguí atropelladamente–. Era verde. ¡Te lo juro! ¡Era verde! ¿Has visto alguna vez una trucha verde?
      Miró dentro de la cesta y se quedó con la boca abierta.
Gritó:
      – ¡Quita esa porquería de mi vista! ¿Qué diablos te pasa? ¡Saca ahora mismo de la cocina esa piltrafa y tírala al cubo de basura!
      Salí a la parte de atrás. Miré en la cesta. Lo que había dentro lanzaba un brillo plateado bajo la luz del porche. Lo que había dentro llenaba toda la cesta.
      Lo saqué. Lo levanté. Y me quedé con aquella mitad en la mano.

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