jueves, 14 de marzo de 2013

El cumpleaños de doña Lucrecia (Mario Vargas Llosa)

El cumpleaños de doña Lucrecia 

      El día que cumplió cuarenta años, doña Lucrecia encontró sobre su almohada una misiva de trazo infantil, caligrafiada con mucho cariño: 

Feliz cumpleaños, madrastra! 
No tengo plata para regalarte nada pero estudiaré mucho, me sacaré el 
primer puesto y ese seré mi regalo. Eres la más buena y la más linda y yo me sueño 
todas las noches contigo. 
Feliz cumpleaños otra vez! 

Alfonso 

      Era medianoche pasada y don Rigoberto estaba en el cuarto de baño entregado a sus abluciones de antes de dormir, que eran complicadas y lentas. (Después de la pintura erótica, la limpieza corporal era su pasatiempo favorito; la espiritual no lo desasosegaba tanto.) Emocionada con la carta del niño, doña 
Lucrecia sintió el impulso irresistible de ir a verlo, de agradecérsela. Esas líneas eran su aceptación en la familia, en verdad. .Estaría despierto? ¡Qué importaba! Si no, lo besaría en la frente con mucho cuidado para no recordarlo. 

      Mientras bajaba las escaleras alfombradas de la mansión a oscuras, rumbo a la alcoba de Alfonso, iba pensando: «Me lo he ganado, ya me quiere». Y sus viejos temores sobre el niño comenzaron a evaporarse como una leve niebla corroída por el sol del verano limeño. Había olvidado echarse encima la bata, iba desnuda bajo el ligero camisón de dormir de seda negra y sus formas blancas, ubérrimas, duras todavía, parecían flotar en la penumbra entrecortada por los reflejos de la calle. Llevaba sueltos los largos cabellos y aún no se había quitado los pendientes, anillos y collares de la fiesta. 

     En el cuarto del niño –¡cierto, Foncho leía siempre hasta tardísimo!– habia luz. Doña Lucrecia tocó con los nudillos y entró: « .Alfonsito! ». En el cono amarillento que irradiaba la lamparilla del velador, de detrás de un libro de Alejandro Dumas, asomó, asustada, una carita de Niño Jesús. Los bucles dorados revueltos, la boca entreabierta por la sorpresa mostrando la doble hilera de blanquísimos dientes, los grandes ojos azules desorbitados tratando de rescatarla de la sombra del umbral. Doña Lucrecia permanecía inmóvil, observándolo con ternura. ¡Qué bonito niño! Un ángel de nacimiento, uno de esos pajes de los grabados galantes que su marido escondía bajo cuatro llaves. 
      –¿Eres tú, madrastra? 
      –Qué cartita más linda me escribiste, Foncho. Es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho nunca, te juro. 

      El niño habia brincado y estaba ya de pie sobre la cama. Le sonreía, con los brazos abiertos. Mientras avanzaba hacia él, risueña también, doña Lucrecia sorprendio –¿adivinó?– en los ojos de su hijastro una mirada que pasaba de la alegria al desconcierto y se fijaba, atónita, en su busto. «Dios mio, pero si estás casi desnuda», pensó. «Cómo te olvidaste de la bata, tonta. Qué espectáculo para el pobre chico». ¿Habia tomado más copas de lo debido? 
      Pero Alfonsito ya la abrazaba: «.Feliz cumplete, madrastra!». Su voz, fresca y despreocupada, rejuvenecía la noche. Doña Lucrecia sintió contra su cuerpo la espigada silueta de huesecillos frágiles y pensó en un pajarillo. Se le ocurrió que si lo estrechaba con mucho ímpetu el niño se quebraría como un carrizo. Así, él de pie sobre el lecho, eran de la misma altura. Le habia enroscado sus delgados brazos en el cuello y la besaba amorosamente en la mejilla. Doña Lucrecia lo abrazó también y una de sus manos, deslizándose bajo la camisa del pijama azul marino, de filos rojos, le repasó la espalda y la palmeó, sintiendo en la yema de los dedos el delicado graderío de su espina dorsal. «Te quiero mucho, madrastra», susurró la 
vocecita junto a su oído. Doña Lucrecia sintió dos breves labios que se detenían ante el lóbulo inferior de su oreja, lo calentaban con su vaho, lo besaban y lo mordisqueaban, jugando. Le pareció que al mismo tiempo que la acariciaba, Alfonsito se reía. Su pecho desbordaba de emoción. Y pensar que sus amigas le habian vaticinado que este hijastro sería el obstáculo mayor, que por su culpa jamás llegaria a ser feliz con Rigoberto. Conmovida, lo besó también, en las mejillas, en la frente, en los alborotados cabellos, mientras, vagamente, como venida de lejos, sin que se percatara bien de ello, una sensación diferente iba calándola de un confín a otro de su cuerpo, concentrándose sobre todo en aquellas partes –los pechos, el vientre, el dorso de los muslos, el cuello, los hombros, las mejillas– expuestas al contacto del niño. «.De verás me quieres mucho?», preguntó, intentando apartarse. Pero Alfonsito no la soltaba. Y, más bien, mientras le respondía, cantando, «Muchisimo, madrastra, eres a la que más», se colgó de ella. Después, sus manecitas la tomaron de las sienes y le echaron hacia atrás la cabeza. Doña Lucrecia se sintió picoteada en la frente, 
en los ojos, en las cejas, en la mejilla, en el mentón... Cuando los delgados labios rozaron los suyos, apretó los dientes, confusa. ¿Comprendía Fonchito lo que estaba haciendo? .Debía apartarlo de un tirón? Pero no, no, cómo iba a haber la menor malicia en el revoloteo saltarín de esos labios traviesos que dos, tres veces, errando por la geografía de su cara se posaron un instante sobre los suyos, presionándolos con avidez. 
      –Bueno, y ahora a dormir –dijo, por fin, zafándose del niño. Se esforzó por lucir más desenvuelta de lo que estaba–. Si no, no te levantarás para el colegio, chiquitín. 
      El niño se metió en la cama, asintiendo. La miraba risueño, con las mejillas sonrosadas y una expresión de arrobo. ¡Qué iba a haber malicia en él! Esa carita limpida, sus ojos regocijados, el pequeño cuerpo que se arrebujaba y encogía bajo las sábanas ¿no eran la personificación de la inocencia? ¡La podrida eres tú, Lucrecia! Lo arropó, le enderezó la almohada, lo besó en los cabellos y le apagó la luz del velador. Cuando salia del cuarto, lo oyó trinar:
      –¡Me sacaré el primer puesto y te lo regalaré, madrastra! 
      –¿Prometido, Fonchito? 
      –¡Palabra de honor! 

      En la intimidad cómplice de la escalera, mientras regresaba al dormitorio, doña Lucrecia sintió que ardía de pies a cabeza. «Pero no es de fiebre», se dijo, aturdida. ¿Era posible que la caricia inconsciente de un niño la, pusiera así? Te estás volviendo una viciosa, mujer. ¿Seria el primer síntoma de envejecimiento? Porque, lo cierto es que llameaba y tenia las piernas mojadas. ¡Qué vergüenza, Lucrecia, que vergüenza! Y de pronto se le cruzó por la cabeza el recuerdo de una amiga licenciosa que, en un té destinado a recolectar fondos para la Cruz Roja, había levantado rubores y risitas nerviosas en su mesa al contarles que, a ella, dormir siestas desnuda con un ahijadito de pocos años que le rascaba la espalda, la encendía como una antorcha. 

      Don Rigoberto estaba tumbado de espaldas, desnudo sobre la colcha granate con estampados que semejaban alacranes. En el cuarto sin luz, apenas aclarado por el resplandor de la calle, su larga silueta blanquecina, vellosa en el pecho y en el pubis, permaneció quieta mientras doña Lucrecia se descalzaba y 
se tendía a su lado, sin tocarlo. ¿Dormía ya su marido? 
      –¿Dónde fuiste? –lo oyó murmurar, con la voz pastosa y demorada del hombre que habla desde el 
crepitar de la ilusión, una voz que ella conocía tan bien–. ¿Por qué me abandonaste, mi vida? 
      –Fui a darle un beso a Fonchito. Me escribió una carta de cumpleaños que no sabes. Por poco me hizo llorar de lo cariñosa que es. 
      Adivinó que él apenas la oía. Sintió la mano derecha de don Rigoberto rozando su muslo. Quemaba, como una compresa de agua hirviendo. Sus dedos escarbaron, torpes, por entre los pliegues y repliegues de su camisón de dormir. «Se dará cuenta que estoy empapada», pensó, incómoda. Fue un malestar fugaz, porque la misma ola vehemente que la había sobresaltado en la escalera volvió a su cuerpo, erizándolo. Le pareció que todos sus poros se abrían, ansiosos, y aguardaban. 
      –¿Fonchito te ha visto en camisón? –fantaseó, enardecida, la voz de su marido–. Le habrás dado malas ideas al chiquito. Esta noche tendrá su primer sueño erótico, quizás. 
      Lo oyó reírse, excitado, y ella se rió también: «Qué dices, tonto». A la vez, simuló golpearlo, dejando caer la mano izquierda sobre el vientre de don Rigoberto. Pero lo que tocó fue un asta humana empinándose y latiendo. 
      –¿Qué es esto? ¿Qué es esto? –exclamço doña Lucrecia, apresándola, estirándola, soltándola, recuperándola–. Mira lo que me he encontrado, pues, vaya sorpresa. 
      Don Rigoberto ya la había encaramado sobre él y la besaba con delectación, sorbiéndole los labios, separándoselos. Largo rato, con los ojos cerrados, mientras sentía la punta de la lengua de su marido explorando la cavidad de su boca, paseando por las encías y el paladar, afanándose por gustarlo y conocerlo todo, doña Lucrecia estuvo sumida en un atontamiento feliz, sensación densa y palpitante que parecía ablandar sus miembros y abolirlos, haciéndola flotar, hundirse, girar. En el fondo del torbellino placentero que era ella, la vida, como asomando y desapareciendo en un espejo que pierde su azogue, se delineaba a ratos una carita intrusa, de ángel rubicundo. Su marido le había levantado el camisón y le acariciaba las nalgas, en un movimiento circular y metódico, mientras le besaba los pechos. Lo oía murmurar que la quería, susurrar tiernamente que con ella había empezado para él la verdadera vida. Doña Lucrecia lo besó en el cuello y mordisqueó sus tetillas hasta oírlo gemir; luego, lamió despacito aquellos nidos que tanto lo exaltaban y que don Rigoberto había lavado y perfumado cuidadosamente para ella antes de acostarse: las axilas. Lo oyó ronronear como un gato mimoso, retorciéndose bajo su cuerpo. Apresuradas, sus manos 
separaban las piernas de doña Lucrecia, con una suerte de exasperación. La acuclillaron sobre él, la acomodaron, la abrieron. Ella gimió, adolorida y gozosa, mientras, en un remolino confuso, divisaba una imagen de san Sebastián flechado, crucificado y empalado. Tenía la sensación de ser corneada en el 
centro del corazón. No se contuvo más. Con los ojos entrecerrados, las manos detrás de la cabeza, adelantando los pechos, cabalgó sobre ese potro de amor que se mecía con ella, a su compás, rumiando palabras que apenas podía articular, hasta sentir que fallecía. 
      –¿Quién soy? –averiguó, ciega–. ¿Quién dices que he sido? 
      –La esposa del rey de Lidia, mi amor –estalló don Rigoberto, perdido en su sueño.

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